¿PARTICIPAR O NO PARTICIPAR? … HE AHÍ LA CUESTIÓN

Álvaro Pinto Cárdenas
Grupos de Estudio: Representación Política
Instituto Ética y Desarrollo - UARM
Diciembre del 2005

Nuestra poca experiencia democrática y su bajo nivel de respaldo, nos hacen pensar si es ésta una forma válida para la toma de decisiones colectivas en sociedades como la nuestra. Mucho del desencanto, hay que reconocerlo, proviene de la incapacidad demostrada por el sistema para poder mejorar los niveles de vida de la población. Pero no hay que dejar de lado el hecho, quizás más significativo, de que esta situación es la natural consecuencia de nuestra limitada práctica de participación en la cosa pública.

El trabajo que presentamos busca responder la siguiente pregunta: ¿Es posible la democracia sin participación? La respuesta lejos de ser evidente, es vital, pues una sociedad cuyos miembros no participan, está muy cerca de ser todo menos democrática. Más aún, aquellas sociedades como la nuestra, que se permiten mantener bajos los niveles de participación, afrontan graves complicaciones sociales. La consecuencia final, no es necesario que nos la cuenten, la sentimos y vivimos nosotros mismos a diario.

La existencia de obstáculos para la participación tiene una relación directa con el nivel de democracia que tenemos o que padecemos. La democracia, posee tanto canales formales como informales, que encauzan las inquietudes políticas de un país. Sin embargo, también es cierto y sobretodo revelador el proceso de consolidación de una mayor responsabilidad en la Sociedad, que haga posible la base para que, el menos dañino de los sistemas políticos, sea un medio para lograr una convivencia digna.

Los obstáculos para la Participación

No es agradable mencionarlo pero, dentro de los varios elementos que configuran el esquema que impide consolidar la participación, aparece primeramente nuestra cultura. Es decir, la forma como nos relacionamos: nuestras costumbres y tradiciones; nuestras concepciones: nuestros miedos y nuestras expectativas.

Y es que, si de espacios más propios y cercanos se trata, no lo podremos negar, es mucho mejor llevar la fiesta en paz cuando se trata de expresar nuestra opinión. Ya sea por temor, inseguridad o precaución ante las reacciones que provoque, lo cierto es que por alguna extraña razón que aún no se logra superar, tememos no estar de acuerdo con los demás. Opinar de manera distinta, incluso ante una mayoría no es síntoma de enfermedad, si consideramos que la posición está fundada en razones y argumentos. ¿Cuál sería la motivación para abordar un tema si de antemano ya sabemos y tenemos la certeza de que nuestros interlocutores piensan exactamente lo mismo que nosotros? Un ejercicio, en verdad, muy poco útil. Así, el intercambio no podría ser real, puesto que no habría que intercambiar. Precisamente nuestra condición de seres únicos e irrepetibles hace posible que nuestra experiencia de vida sea plasmada en nuestras opiniones.

Otro de estos misteriosos inhibidores de la participación, es esa poca costumbre de cuestionar la autoridad y los comportamientos verticales. Aquí si encontramos algo más de optimismo, estamos cambiando el esquema gobernantes/gobernados por el de Representantes/Ciudadanos. Aunque, valga decirlo, necesitamos dar un paso más, que deje de lado términos como: el gobierno o los padres de la patria y otras creaciones igual de ingenuas o folklóricas, y que por fin sitúen a los políticos como verdaderos servidores.

Finalmente, y aún en el campo cultural, está la dinámica representada por la frase: “que lo haga otro”. Es la cultura de la irresponsabilidad, la incapacidad por dar cuenta de los actos u omisiones propios. Siempre es otro el que tiene la culpa de nuestras desgracias. Éste esquema tiene, en el extremo y generalmente, como su más conocido receptor al Estado y surge cuando se dice que algo es importante pero en realidad no se valora, pues no se está dispuesto a apoyar. Claro está, siempre será más fácil exigir que otros hagan lo que yo no estoy dispuesto a hacer. La contraparte la podemos encontrar, en nuestros representantes elegidos, quienes no dudan un segundo en aceptar cualquier tarea o misión, por más titánica que sea o parezca. Ellos nos engañan, y nosotros nos dejamos.

Pero si bien es cercana y hasta reconocida la existencia de estos factores, es necesario poner sobre el tapete otro aspecto que aunque más formal, está escrito y no deja de tener su componente cultural: el paradigma, las ideas y conceptos, que los ciudadanos tenemos sobre la ley. Las concepciones que tenemos de ella, de sus alcances y también de sus limitaciones. Comprender que las leyes no crean realidades, ayuda a tener una visión distinta y más lógica de la realidad, aunque a los estudiosos del derecho no les guste. ¿Por qué si existen tantas y tan buenas leyes, éstas no se cumplen? ¿Es acaso que somos un puñado de rebeldes sin causa que nos resistimos a ser disciplinados por la fuerza de la ley?

Nada de eso, pues ni somos rebeldes, ni necesitamos que nos disciplinen con violencia. Las leyes no pueden tutelar nuestra vida, sencillamente porque sus autores no son mejores que nosotros y “flaco favor” nos hacemos al querer seguir sus designios sin el menor de los cuestionamientos. Porque, aunque no lo hayamos escuchado o visto, sí intuimos que una ley solamente es buena, cuando se basa en la igualdad. Y este supuesto, muchas veces es dejado de lado por nuestros fabricantes de normas. La ley, en nuestro país, se usa para que algunos hagan lo que otros no quieren hacer. Claro está, los perjudicados somos aquellos que no tenemos “representación” y en consecuencia no contamos con los mecanismos de negociación adecuados para tener voz y voto en este nivel.

La Democracia y los Espacios para la Participación

Cuando decimos que la democracia es el sistema que preferimos tomando en cuenta alternativas como la Monarquía –el poder depositado en una persona– o la Oligarquía –cuando está depositado en unos pocos– no estamos diciendo que sea el sistema político perfecto. Es una medio, una creación humana, y por ello, no está libre de problemas y complicaciones. Más aún, si consideramos que actualmente ejercemos una democracia representativa, descartando la directa, por la construcción y dinámica propia de los estados modernos: sociedades y no pueblos.

Precisamente la convivencia en sociedad hace posible la organización para la persecución de un fin compartido. Asociarnos de manera voluntaria, implica y ocasiona varias cosas. Implica un reconocimiento de las capacidades y limitaciones, propias y ajenas. Comprendemos que hay tareas que podemos hacer mejor que otros y también, que existen otras que no podemos hacerlas nosotros. Así también se da un cierto nivel de renuncia a los intereses propios ante los intereses de los demás, sabiendo que de esta forma podremos alcanzar aquellos en los que nos pongamos de acuerdo. La consecuencia implícita de este proceso, es el desarrollo de cada uno de los miembros de la organización a nivel de sus capacidades, pero sobretodo de su apertura hacia el otro.

En el caso de los espacios de participación en democracia, podemos sentir la necesidad de más y mejores. Esto se debe a que existen pocos y por otro lado, nuestra capacidad para generar más es limitada. No es que se busque que todos participen, eso, simplemente es imposible. Cada uno tiene capacidades y necesita desplegarlas. Unos serán muy buenos para esto, otros no tanto. Por ello, la participación es una opción. Y merece evaluación, tanto de los aspectos positivo como de los negativos. La participación, es una opción muy desprestigiada pues aún no se logra entender que concreta y hace tangible las intenciones de abocarse a una causa o principio. ¿Qué mayor ejercicio de Solidaridad y de Ciudadanía, que involucrarse en temas que consideramos valiosos e importantes para la convivencia?

Sin embargo, los niveles actuales de involucramiento, en el caso de los Partidos Políticos, demuestran que una buena parte de los ciudadanos no están tan dispuestos para dedicarle ni su tiempo, ni su dinero y mucho menos algo de su esfuerzo. Esto nos dice mucho de que tanta importancia tiene para nosotros la Política. Quizás esta dinámica explique –de alguna manera– la situación actual. En el mejor de los casos, el fundamento de cada una de las posiciones políticas es alguno de estos principios: el Orden, la justicia, la igualdad o la libertad. Sin embargo, su funcionamiento actual, gracias a la dinámica protectora de la que gozan, los aleja de la natural competencia. Existe tan poca definición a nivel de posiciones y propuestas, que los ciudadanos no tenemos mucho de donde escoger. Al amparo de la ley, hecha por sus mismos miembros elegidos, están desafectos al menor estímulo para ser mejores. Lejos de ello, aspiran, como si lo merecieran, al financiamiento público: los recursos extraídos de los contribuyentes.

Por otro lado, los Partidos Políticos no son los únicos espacios de participación. Existen también aquellos que canalizan intereses y aunque se enfocan a causas muy puntuales, no por ello son menos importantes. Colectivos, ONGs y Asociaciones han logrado configurar la red de la Sociedad Civil. En ella, es posible encauzar los esfuerzos conjuntos de la juventud: ímpetu e idealismo; y de la madurez: experiencia y realismo. Esperar solamente que la juventud sea el agente de cambio de la vida política de un país, es por un lado desconocer el mundo de los jóvenes, su dinámica –motivaciones, expectativas y temores– y por otro, no tomar en cuenta y despreciar las enseñanzas de la experiencia.

El espacio de la Sociedad Civil, brinda muchas más oportunidades que los Partidos Políticos y por lo tanto, es también más flexible. Las asociaciones civiles conjugan esfuerzos intelectuales y de investigación; de activistas voluntarios y como no, de agentes de financiamiento. Lógicamente, el punto en contra de este tipo de participación no tan institucionalizada, es su baja contundencia y el efecto indirecto de sus acciones, en comparación a la de los partidos políticos. Más aún, si consideramos áreas en las cuales, la Sociedad Civil, aporta esfuerzos importantes en la realización de proyectos de ciudadanía: vigilancia y control del poder, propuesta y ejecución de mejoras en el aparato público.

Conclusiones

Vivimos en una sociedad realmente curiosa. Se obliga a los ciudadanos a elegir al representante, sin entender que es muy probable que no deseen ser representados o que en todo caso, no sienten representados por las ofertas presentadas. Si no cumplen con esta obligación, los ciudadanos pierden el reconocimiento de sus derechos políticos y sufren restricciones a las libertades civiles, todo esto, con el aval de la ley. Necesitamos de leyes para respaldar la participación, como si tuviera sentido el pedir permiso a nuestro administrador para saber en que se están utilizando nuestros recursos. Tenemos una sociedad sin ciudadanía. Precisamente por la existencia de grandes cantidades de hombres y mujeres con limitadas capacidades para criticar, analizar, proponer y finalmente aprender.

Estamos ante múltiples desafíos. En nuestro medio cultural y también en el ámbito de la legalidad. El mayor de todos, lograr una sociedad de ciudadanos, y lograr transformar el sentido de la ley, desde lo que es ahora –un instrumento del poder– a algo mucho más útil: un medio para permitir y garantizar la convivencia.

En el campo de los partidos políticos, interiorizar que la razón de que estén divididos –es decir, las partes en las que el poder se ha distribuido– es precisamente contrarrestar la sentencia válida para el poder político: el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. No olvidemos que desconfiaban del poder, nunca estuvieron locos, pues tenían muy presente las consecuencias que traía el no limitarlo. Ellos ya intuyeron que la humanidad –es decir: las virtudes y los defectos de los hombres y mujeres receptores de cargos públicos– se vería dramáticamente afectada al ser elegidos. Esto no sólo era malo y terrible, sino que sobretodo era real y es muy probable de que así siga ocurriendo. Eso sí, de nosotros depende en que medida.

Porque después de todo, es mucho mejor –para nosotros, los representados– que discrepen y que les cueste generar consensos. Valoremos el hecho de que no logren ponerse de acuerdo, porque conociéndolos –si tomamos en cuenta sus acciones– solamente podrían hacerlo en algo, y eso es: confabularse en contra del Bien Común.

La ciudadanía requiere de ciudadanos. Ciudadanos capaces de asumir responsabilidades, que PARTICIPEN desde su particular posición y de acuerdo a sus capacidades. Ciudadanos convencidos de la necesidad de controlar y limitar el poder para neutralicen su abuso. Ciudadanos para consolidar un Estado de Derecho, es decir, un estado dedicado al servicio a los ciudadanos y a garantizar sus derechos fundamentales.

La democracia es consenso, pero también y sobretodo, es discusión. Es un medio, y como tal es imprescindible que logremos destreza en su dominio, si es que realmente queremos que funcione.

Las líneas anteriores pretender dar una vista, de manera rápida y algo profunda, sobre lo que hemos sido y buena parte de lo que aún somos en la actualidad. Está en cada uno de nosotros, decidir el rumbo y caminar hacia lo que queremos ser como Sociedad. ©

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